Roberto, Alberico y Esteban


 Nuestra historia ha dado el nombre de fundadores a los tres primeros abades que dieron forma e impulsaron el nacimiento de la Orden cisterciense en 1098: Roberto, Alberico y Esteban, aunque con ellos iniciaron esa andadura un grupo de veinte monjes más, salidos del monasterio de Molesmes (Francia).

 

Pero dentro del proceso de fundación oficial Alberico ocupa el primer lugar ya que es en su abadiato cuando se aprueba la nueva Orden como tal. De él, como del resto, tenemos pocos datos, pero los que poseemos lo muestran como un luchador y un inconformista ante el modo de vivir la vida monástica en su monasterio de origen, del cual era prior, Desplegó todo su empeño para tratar de contagiar ese celo de renovación y de fidelidad a la Regla de san Benito al resto de sus hermanos de comunidad, actitud que le costó injurias, cárcel y azotes, según afirman los primeros escritos de la Orden.

 

Su empeño, junto al de otros, dio fruto, y con el propio abad del monasterio, Roberto, pusieron en marcha, no con pocas dificultades, la realidad de lo que ellos llamaron en un comienzo “nuevo monasterio”, por todo lo que suponía esa nueva forma vida de mayor fidelidad monástica, según ellos lo entendían en ese momento.

 

En su elección como abad, en el año 1099, se le define como un monje muy erudito en las ciencias divinas y humanas, y amante de los hermanos y de la Regla. Hombre prudente y con visión de futuro, a él le tocó bregar con fuerza para vencer las dificultades que se oponían a esta nueva realidad, y conseguir de la Iglesia la aprobación oficial definitiva que les podía traer la paz para poder asumir de lleno la nueva forma de vida que habían emprendido, en el lugar denominado Císter, y que daría lugar al nombre de “cistercienses”. Su empeño y gestiones dieron fruto y, en 1100, el Papa Pascual II le otorga el privilegio romano con la bula “Desiderium quod”, poniendo a la nueva Orden bajo su protección.

 

Con él el monasterio creció en fama y santidad, dicen los escritos, y murió lleno de gloria por su fe y virtudes, el 26 de enero de 1108, fecha en la que en la actualidad celebramos la solemnidad de nuestros tres fundadores.

San Bernardo


San Bernardo no fue el fundador de la Orden cisterciense, pero sí fue el gran impulsor y propagador de ella. La riqueza de su personalidad y su formación, hicieron de él un personaje central en la iglesia y en la sociedad de su tiempo.

 

Nació en Borgoña (Francia), en el año 1090 en el castillo de Fontaines-les-Dijon. Tuvo siete hermanos y conforme a su nobleza tuvo una gran formación literaria y religiosa. Su vida dio un giro cuando en 1222 ingresa en el monasterio de Císter, después de una intensa preparación, arrastrando tras de sí a más de treinta, entre ellos a toda su familia, lo que pone manifiesto el poder de atracción, la fuerza y el entusiasmo de su personalidad.

 

A los tres años de su ingreso en la Orden fue nombrado abad de la fundación de Claraval desde donde desarrolló su ingente labor que de puertas adentro fructificó en un crecimiento continuo de vocaciones y dio pie a la creación de gran número de monasterios; y, de cara a fuera, en ser requerido para poner solución en un sinfín de problemas políticos y eclesiales. Toda esa actividad le llevó en algún momento a sentirse como una especie de quimera, cuando siendo monje y debiendo estar en el monasterio se le requería para tantas tareas fuera de él. Pero así se manifestó como hijo de la Iglesia, al mismo tiempo que le hacía valorar doblemente sus estancias en el monasterio donde se volcaba en la atención a la comunidad, a una extensa actividad de atención espiritual personal y por carta, a escribir y a una intensa vida de oración.

 

Desde esa experiencia hizo hincapié en la vida fraterna y en la contemplación. Trató de acercar la experiencia de Dios, poniendo fuerza en la encarnación y en la humanidad de Cristo. También destacó por su devoción mariana y la dimensión mediadora de María. Del énfasis y el modo en que vivía toda esta realidad da fe el título de “doctor melifluo” por la dulzura y la intensidad de sus palabras. Lo que sentía lo vivía y así su teología parte de la experiencia interior y no del mero estudio intelectual. Su gran actividad le ganó el título de doctor y de último Padre de la Iglesia.